Se despierta, con
los primeros rayos de Sol. Sonríe. Están pegados, ella sigue dormida. El aire
huele a sábanas limpias. A su perfume. A ella. Vuelve a sonreír. Es tan menuda
que parece un pajarillo. Le encanta. Y,
entonces, como un rayo, un recuerdo
acude, feroz, rápido y letal. Ve sus
ojos iluminados, color caramelo, mirándole en el parque de la esquina con ese
mismo Sol que hoy le despierta reflejando miles de tonalidades marrones,
inundados de sentimientos, esos ojos que significan tanto. Y teme perderlos.
Porque sabe que la felicidad no dura demasiado. Y él, al que siempre le ha
encantado componer, tiene el verso adecuado para aquella canción de primavera, como un escritor que narra el momento que está
viviendo sin saber que está narrándolo. Lo hace y punto. Ese verso habla de
miedos.
Por ello, no espera
mucho más. Y le despierta. Ella le da un beso. Y desayunan rápido porque se
mueren de hambre, tortitas, besos, carcajadas. Él absorbe el momento como una
esponja, y el miedo sale poco a poco, aunque no del todo. Meses después se
escucha una canción en la radio. Compuesta por él, Jack. Y empieza
así.
“Cuando tus ojos se
cierren, el reloj se parará, y mis segundos los regalaré al cielo, porque no
sabré como utilizarlos, no sabré como utilizarlos, si no estás aquí...”