Comienzan con suavidad a dejarse entrever los primeros rayos de luz, que intentan, traviesos, colarse a través del cálido estor. Mariela los observa con atención, parpadeando suavemente. No puede ignorarlos. Es la señal de que comienza un nuevo día. Se despega despacio de la colorida almohada, esquiva a su peludo compañero de cuarto y se arregla para salir.
Cuando va a alcanzar el picaporte de la puerta su madre le señala la encimera de la pequeña y pintoresca cocina, Mariela sonríe, le guiña un ojo y recoge el termo de café cuidadosamente preparado a su gusto.
Arranca su cochambroso y pequeño coche que en el fondo tanto quiere y se pregunta qué será de él cuando ella desaparezca y espera que siga regalando kilómetros de felicidad manchada de aceite y ruidos de motor y que después de un corto pero intenso tiempo se haya impregnado de una pequeña parte de Mariela. Conecta la radio, baja las ventanillas y llega con un susurro de canción pegado en los labios.
Escoge una pequeña mesa del fondo de la biblioteca y comienza a deambular por uno de los pasillos. Ahonda su mirada en los estantes rotulados de la sección de especialidades médicas. Ahí está. Lo coge decidida. Cotillea el correo antes de comenzar la lectura algo sombría que le espera.
No se lo puede creer, sonríe. ¡Vaya! Tiene un mensaje de Él. Sonriente, recuerda la conversación de ayer y se siente de nuevo como si tuviera quince años. Mira de reojo el libro que reposa sobre el escritorio de madera pulida… Decide responderle y comienzan a intercambiar e-mails, que se suceden sin tregua uno tras otro. ¡Caramba! Este último conlleva un dilema. Mariela reflexiona, pero escribe vivaz los nueve dígitos donde la puede localizar; envía, mira el reloj. Se hizo tarde. Recoge de forma apresurada… le mira desafiante, decide avanzar hasta la salida, el libro puede esperar y hay una voz en su cabeza que le dice que puede que ni siquiera lo lea…